Por Alberto H. Mottesi
Por alguna razón singular, los períodos semanales de siete días tienen una incidencia especial en la vida de los seres humanos. Cada siete días hay un domingo de descanso. Cada cuatro semanas se renueva la luna. Cada nueve lunas, o a las nueve lunas de la concepción, nace un ser humano más. Cuatro semanas hacen un mes, 52 semanas hacen un año, y por años medimos nuestra existencia. Las profecías bíblicas hablan de semanas de días, semanas de años, semanas de semanas de años y hasta semanas de milenios.
Pero no quiero hablar de profecías en este momento. Más bien quiero concentrar mis pensamientos en la última semana que Jesucristo pasó en la tierra como hombre común. En esta última semana estalló la tormenta que se venía gestando sobre la cabeza del Maestro. Grandes sucesos ocurrieron. En primer lugar, siete días antes de la crucifixión, en una cena que le dan a Jesús, una mujer derrama sobre
Él un perfume de gran precio. Jesús recompensa a esta mujer con el elogio más grande: “Siempre que se predique el evangelio –dijo el Señor- sea dicho lo que esta mujer ha hecho por mí”. Aquella mujer representa el verdadero espíritu de alabanza y adoración desinteresadas. En segundo lugar, ocurre la última cena. La última comida pascual que Jesús hace en la tierra con sus discípulos. En esa comida Jesús establece el Nuevo Pacto, que da por terminado el Antiguo. Este Nuevo Pacto es el de la ‘gracia’. Todos los hombres serán salvos gratuitamente, por gracia, cuando crean en Jesucristo, sin necesidad de obras o de méritos.
Este Nuevo Pacto será sellado con sangre. Con la sangre del mismo Jesús, sangre preciosas que dentro de poco se derramaría en la cruz. Por este Nuevo Pacto todos los hombres y mujeres del mundo pueden verse libres del pecado, y ser hechos herederos del Reino de Dios. Ocurre también la traición de Judas; la maldición de una higuera inútil que no llevaba fruto; el juicio inicuo del Sanedrín Judío, contra toda norma legal y contra toda justicia; la cobardía de Pilato al lavarse las manos; la negación de Pedro, al amigo dilecto; y la misma Pasión cruenta y dolorosa. Fueron los siete días más grandes en la historia del mundo.
Porque al fin de los siete, Jesucristo expiró clavado a una cruz. Su sangre brotó de su costado abierto, y regó la tierra. Era la sangre de Dios, cayendo sobre el mundo de los pecadores, para darles limpieza, redención y perdón. ¡Qué Pasión! ¡Qué amor asombroso! ¡Qué obra redentora perfecta! ¡Qué victoria sobre la cruz al vencer la muerte y resucitar!
Lo incomparable es que hoy, centenares de años después, sigue obrando, sigue funcionando, sigue salvando, sigue esperando. ¡Sí, te sigue esperando a ti! Porque todo lo que hizo, lo hizo por ti.
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